A comienzos del siglo XXI, cuando la hegemonía ideológica del neoliberalismo muestra signos contradictorios -en algunos casos de debilidad y en otros de omnipotencia-, es preciso dejar en claro la puesta al día del pensamiento de izquierda para poder informar e influir en las nuevas alternativas políticas que surgen en el Perú y América Latina.
Este intento asume que los antiguos problemas de autoritarismo, desigualdad, exclusión y explotación frente a los cuales insurgió el pensamiento y la acción izquierdista hace doscientos años persisten, pero que las antiguas banderas de lucha por la libertad y la justicia social deben enriquecerse con nuevos enfoques para mejorar nuestra perspectiva y acercar la realización de estos ideales históricos.
Los antecedentes en el mundo
Desde la revolución francesa en adelante la izquierda ha sido considerada la posición política de quienes propician un cambio con el objetivo de conseguir justicia social y democracia. La lucha por este cambio estuvo primero asociada con las revoluciones burguesas europeas, que buscaban el establecimiento de regímenes democrático representativos en contra del absolutismo imperante que defendía intereses aristocráticos. Posteriormente, en particular desde principios del siglo XX, el desarrollo de la clase obrera en los países avanzados llevó a privilegiar en la definición de izquierda la lucha clasista por la justicia social. Esto también influyó en la definición de la lucha democrática y llevó a concebir esta última como la lucha por una “democracia social” que resumía y sintetizaba la perspectiva izquierdista. Con la caída del muro de Berlín y el colapso del comunismo la izquierda abandona los estrechos marcos del clasismo novecentista y asume nuevamente la identidad de los ciudadanos del mundo que bregan contra la globalización excluyente y que están a favor del imperio pleno de los derechos humanos para que se implanten en el planeta democracias que reconozcan y respeten las diferencias y repartan equitativamente los frutos del trabajo y el desarrollo.
La democracia social, como una vertiente política de la edad moderna, se basa en un nuevo sentido de la libertad. Ésta, para la izquierda, no es solamente libertad negativa o el establecimiento de limitaciones al poder político, como habían señalado los liberales, sino, más que eso, el esfuerzo para que la colectividad garantice el bienestar de los individuos por su sola condición de seres humanos. El objetivo de la izquierda es entonces establecer garantías sociales, jurídicas e institucionales, para que todos gocen del bienestar material. Por esta razón apunta a combatir, como problema central, la desigualdad entre las personas. Al respecto la izquierda desde sus inicios ha sido muy clara: la fuente principal de desigualdad es la desigual distribución de recursos económicos en cada sociedad específica. Esta aberración que permite el bienestar de unos pocos y el malestar de la mayoría es la injusticia fundamental cuya reparación es el eje de la acción izquierdista.
La pugna por la democracia social condujo, sin embargo, a una escisión entre quienes postulaban este objetivo por un camino reformista y generalmente pacífico y quienes negaban el carácter progresivo de cualquier democracia que no fuera la suya y postulaban la necesidad de asaltar y destruir el Estado, optando por un camino revolucionario y generalmente violento. Los primeros son los llamados socialistas democráticos o social demócratas y diseñan como objetivo político de su movimiento la instauración de un Estado Social o Estado de Bienestar. Ellos postulan el cambio a través de la transformación democrática de absolutismos y dictaduras e incluso de las limitaciones de la propia democracia representativa. Los segundos son los comunistas, que tienen como objetivo político la instauración de una “dictadura revolucionaria” o dictadura del proletariado como paso previo a la realización de su utopía de abolición de las clases sociales y extinción del Estado. Esta escisión se expresó en el cisma ocurrido en el movimiento socialista europeo durante la Primera Guerra Mundial y se asentó con el triunfo bolchevique en la Revolución de Octubre, el cual le otorga un enorme prestigio en la época al camino violento y revolucionario. El cisma se proyectó hasta finales del siglo XX con la división y pugna posterior entre social demócratas y comunistas, y es motivo de profundos distanciamientos y graves derrotas de los movimientos de trabajadores y de las fuerzas progresistas en general. Esta escisión tuvo algún sentido hasta la caída del Muro de Berlín, cuando se manifiesta el fracaso de la vía revolucionaria y los regímenes resultantes para alcanzar los objetivos históricos de justicia social y democracia.
Hoy el significado de izquierda vuelve a sus fuentes originales porque los objetivos por los que siempre luchó, a pesar de los sustanciales avances alcanzados en distintas partes, distan todavía de haber sido plenamente logrados. Fracasada la vía revolucionaria y sus métodos violentos para alcanzar y mantenerse en el poder, queda el camino reformista y pacífico que se ha demostrado en el siglo XX como el más eficaz para el logro y la permanencia de las conquistas sociales y democráticas. Este, sin embargo, no debe identificarse exclusivamente con la construcción del Estado de Bienestar sino también con el desarrollo de diversas iniciativas de control y participación social en las esferas económica y política.
Quizás los ámbitos en los que cambia en forma sustantiva la posición históricamente enarbolada por la izquierda son los de la economía y de los derechos de propiedad. El fracaso de la vía revolucionaria y de los regímenes a los que condujo lleva a redefinir, sin que esto signifique eliminar, el papel del Estado en la economía y la eficacia de la planificación central para el impulso al desarrollo. Se recupera así, dentro de la perspectiva reformista, la economía de mercado como asignadora de recursos y se señala la necesidad de regularla en una perspectiva de planificación concertada para que sirva a todos y no sólo a los grandes propietarios. De igual manera, se reevalúa también la existencia de la propiedad privada como la fuente de la desigual distribución de recursos en la sociedad, y se señala que vía su regulación por el control ciudadano y una autoridad pública eficiente se pueden conseguir mejores resultados que a través de los antiguos métodos de la confiscación y/o expropiación.
Otro aspecto que ha sido ampliado en su perspectiva en las últimas décadas es el relativo a la desigualdad social. Ya no ocurre como durante el primer siglo de acción izquierdista, cuando se consideraba, casi de manera excluyente, a la desigual distribución de recursos económicos como la única fuente de desigualdad. Hoy se agregan a esta otras desigualdades, como aquellas que provienen de la discriminación por razones de género, edad, origen étnico o procedencia regional. Es más, muchas veces la desigualdad principal o no es la económica, o esta se encarna en alguna otra, como, por ejemplo en la discriminación étnica.
A pesar de, y quizá por, todos estos cambios y ampliaciones, podemos decir que la izquierda en el mundo es, en esencia, una posición política que pugna por la participación, lo más directa posible, de los individuos, mujeres y hombres, en la gestión de los asuntos que les competen. El antiguo ideal de la democracia social se realiza entonces a través de la extensión de la democracia a las diversas esferas de la vida como el criterio fundamental para el logro de la justicia y la igualdad.
¿Qué ha significado ser de izquierda en América Latina y en el Perú?
En América Latina la izquierda ha sido, desde su impronta inicial en las primeras décadas del siglo XX, la lucha contra el orden oligárquico primero y burgués después, los cuales se comprometen sucesivamente con la dominación externa de nuestros países y con diversos grados de limitación a las libertades públicas que van desde la dictadura abierta hasta la democracia tutelada por los militares y por los grandes intereses económicos.
A diferencia de Europa Occidental la distinción entre una izquierda reformista y otra revolucionaria no ha sido tan nítida en nuestra historia ni ha estado directamente asociada a que se asumiera o no una perspectiva clasista. Las posiciones reformistas y/o revolucionarias han estado más en relación con el carácter dictatorial o democrático del régimen político que enfrentaban que con el discurso ideológico y su traducción práctica. Así, hemos tenido en América Latina populistas revolucionarios y marxistas reformistas. Incluso no debemos olvidar que las cuatro revoluciones sociales triunfantes en el siglo XX latinoamericano: México, Bolivia, Cuba y Nicaragua, fueron hechas por movimientos nacional-populares, más allá de la evolución marxista que posteriormente pudieron tener algunos de ellos, como fue el caso del movimiento 26 de julio en Cuba. De la misma manera, populistas y marxistas se han influido mutuamente en la historia de América Latina, distanciando y fusionando sus perspectivas de acuerdo a la historia de cada país, pero casi siempre defendiendo la justicia redistributiva y la independencia nacional de la dominación externa, en nuestro caso principalmente de los Estados Unidos.
El punto de ruptura entre las diversas izquierdas en América Latina estuvo dado, de manera similar que en otras latitudes, por el camino tomado para alcanzar la emancipación social, la democracia y la justicia. Mientras unos, inspirados sobre todo por el camino de las revoluciones triunfantes y en especial por el triunfo de la revolución cubana, apostaban a la vía armada, otros, en su mayoría partidos nacional-populares, han preferido la democratización progresiva de la sociedad y el Estado. El dilema atravesó experiencias como la del gobierno de la Unidad Popular en Chile, frustrando en buena medida esa experiencia, y la de Izquierda Unida en el Perú, llevando al colapso a dicho frente político. Esta disyuntiva no encuentra asidero hoy en la región, después del agotamiento de la experiencia cubana, de la transacción en que terminaron las guerrillas centroamericanas y de la derrota del terrorismo senderista en el Perú, todo esto dado en el contexto de fracaso de la utopía comunista y del colapso de la Unión Soviética. Pero la razón más importante quizás sea la ola democratizadora que abarca la mayoría de los países latinoamericanos, a pesar de algunos retrocesos puntuales como el que sufrió el Perú en la década de 1990. Esta ola resalta los beneficios del camino electoral y pacífico, de las soluciones de consenso y del respeto al Estado de Derecho, como una vía más segura para lograr cambios sustantivos que duren en el tiempo.
Entonces, ser de izquierda en América Latina y en el Perú es ser demócratas que luchamos por la justicia social buscando reducir las profundas desigualdades que padecen la región y el país. Ello significa también buscar “un lugar bajo el sol” en la globalización mundial que permita una integración beneficiosa para nuestros pueblos, que propicie y no postergue nuestro desarrollo, y que se base en la inclusión de todos en los beneficios de la globalización y no en la exclusión de la mayoría para solventar los gastos de unos pocos. Esta perspectiva tiene especial actualidad ahora que resurge la garra imperial de los Estados Unidos, que prioriza un nuevo reparto del mundo después de la Guerra Fría que subordine e incluso ponga de lado los derechos democráticos frente a los intereses norteamericanos.
Esta definición incluye explícitamente a los que vienen tanto de vertientes nacional-populares como marxistas, pero que recogiendo de su tradición buscan luchar por la justicia y la igualdad en las condiciones de creciente democratización y vigencia del Estado de Derecho que imperan en nuestra América.
Práctica y perspectiva en nuestra tradición izquierdista
La izquierda en el Perú ha tenido una propuesta de cambio revolucionaria, nacionalista y democrática que priorizaba la justicia redistributiva y consideraba indispensable para realizarla una transformación global de la economía, la política y la sociedad en el país. Su énfasis estaba en el afianzamiento de la soberanía nacional y en la conquista de derechos sociales como la forma de acceso a la ciudadanía y en la consideración de todos los individuos como iguales entre sí. La revolución, sin embargo, como estrategia de asalto al poder, se restringió a episodios, importantes pero limitados en su impacto: las insurrecciones apristas de 1932 y 1948 y las guerrillas de 1965. La revolución como utopía tuvo, asimismo, un epílogo trágico en la acción arbitraria y terrorista de Sendero Luminoso y el MRTA en la década de 1980.
Es preciso remarcar que la diferencia entre los incidentes revolucionarios del APRA, en su primera etapa, y de las guerrillas marxistas de la década de 1960, con Sendero Luminoso y el MRTA en la década de 1980, radica en que mientras los primeros se insurreccionaron dentro del estrecho marco de una sociedad oligárquica y como consecuencia del desarrollo de importantes movimientos sociales, los segundos, en cambio, propiciaron un levantamiento al margen y muchas veces en contra de los movimientos sociales y la abrumadora mayoría de los partidos de izquierda que habían decidido participar en la democracia que inauguró la Constitución de 1979. Esta circunstancia indica el carácter arbitrario e injustificado de su rebelión, que se oponía directamente a la voluntad popular, tanto la expresada en las urnas como en la movilización de la población.
Pero la revolución informó la actividad política de los partidos populares, el APRA y los partidos marxistas, durante varias décadas. En el primer caso, entre 1930 y 1956, en el segundo hasta finales de la década de 1980. Es importante resaltar el mayor éxito del APRA como partido revolucionario entre 1930 y 1956, quizás debido a su orientación pluriclasista, lo que junto con el liderazgo de Víctor Raúl Haya de la Torre le permitió una presencia mayor dentro de la sociedad peruana que a la izquierda marxista-leninista, de estricta referencia ortodoxa. Esto significó el desarrollo de importantes aparatos partidarios que llevaron adelante una significativa acción, tanto clandestina como abierta, en lucha contra distintas dictaduras oligárquicas y militares. Significó también el desarrollo de una cultura política de confrontación que entendía la política como una relación amigo-enemigo, en la que el eventual adversario debía ser derrotado y luego destruido o subordinado y en la que no cabían el consenso ni el compromiso para conseguir determinados objetivos sino tan sólo la “acumulación de fuerzas” en función de “la toma del poder”. Pero esta cultura confrontacional no sólo se desarrollaría en el combate a la oligarquía sino que trascendería esas fronteras para convertirse en la norma de conducta de una pugna muchas veces fratricida entre el APRA y la izquierda radical.
Un elemento gravemente ausente, tanto del discurso como de la práctica de estas izquierdas, fue el de la lucha contra la discriminación étnica que afecta a la abrumadora mayoría de los peruanos. A diferencia de José Carlos Mariátegui, que estableció una articulación, válida para su época, entre clase y raza, la izquierda posterior reivindicó a las mayorías originarias en las consecuencias de su acción, al lograr mayores derechos ciudadanos y en este sentido afirmar políticamente el mestizaje, pero no en el discurso ni en su acción explícita, que continuaron siendo clasistas y por ello eurocéntricos. La postergación de las reivindicaciones étnicas ha afectado la lucha por la diversidad en el país, y, sobre todo, ha contribuido a perennizar el carácter elitista y criollo del poder político, en el que todavía predominan, a pesar incluso de las formas democráticas, los ritos virreinales y oligárquicos.
La revolución, por otra parte, tuvo importantes consecuencias reformistas. Tanto los breves episodios revolucionarios señalados como la acción cotidiana de los partidos de izquierda llevaron a sucesivas oleadas democratizadoras que abrieron espacios en el Estado para las clases populares, permitieron el reconocimiento de derechos, especialmente sociales, y redistribuyeron, aunque mínimamente, la riqueza de los grandes propietarios. Pero quizás lo más importante haya sido la movilización independiente de cientos de miles de peruanos que por primera vez participaban en política y la organización consecuente con creciente autonomía del Estado que llevaría a formar las primeras redes sociales que pueden considerarse como sociedad civil. Este fue el caso de la acción revolucionaria aprista que devino en la impronta reformista de 1956 en adelante y que junto con las guerrillas de 1965 serían el antecedente de las reformas militares de la década de 1970.
Empero, la estrategia revolucionaria no sólo produciría reformas sociales, movilización y organización, sino también caudillismo y clientelismo. El caudillismo es la forma típica de liderazgo de la movilización que se desarrolla en la época, característica de los partidos populistas pero también influyente en la izquierda marxista-leninista. Se trata de un liderazgo personalista que apela directamente a las masas para movilizarlas tras de sí, desarrollando una relación contradictoria con ellas que a ratos les permite organizarse y a ratos las subordina a sus intereses inmediatos, aunque en todo momento impide que institucionalicen su representación de manera representativa. El caudillismo genera en un primer momento creyentes en las cualidades sobrenaturales del líder, pero esta relación se desvanece conforme pasa el tiempo y no aparece la “tierra prometida” lo que da paso al establecimiento de redes de clientelismo político que intercambian lealtades por prebendas y corrompen definitivamente el afán transformador tanto de populistas como de marxistas.
Al clientelismo se agrega también otra forma de relación política entre vanguardias y masas, típica en especial de la izquierda marxista, la llamada representación corporativa. Esta izquierda se asume representante de tal clase o sector social por el hecho de que un grupo de sus militantes controla determinado gremio o central sindical. Estas formas de representación corporativa alcanzan su punto más alto en la década de 1970, pero intentan prolongarse, por parte de los sectores más radicales de la izquierda legal, en la década de 1980, con el desarrollo de las llamadas “asambleas populares” que en el afán de profundizar la democracia hacen una competencia desleal a la democracia representativa entonces en funciones.
El cambio de época, que se desarrolla en un clima agudamente reaccionario, entre las décadas de 1980 y 1990, lleva a que se resalten las características negativas de la estrategia revolucionaria y se identifique con ellas a todo el proyecto izquierdista. A esto contribuye la coincidencia para el Perú de dos hechos claves: la caída del muro de Berlín y el fracaso de la izquierda local, lo que desprestigió la idea de cambio social en todas sus versiones. Este fracaso tiene tres expresiones: la ruptura y desaparición de Izquierda Unida, la coalición izquierdista más importante de nuestra historia y en ese momento de toda América Latina; el fracaso del gobierno aprista encabezado por Alan García y por último, quizás lo más importante, la aparición y derrota de Sendero Luminoso, El bebé de Rosemary de la izquierda peruana, que enarbolando un proyecto totalitario hace del terror armado su forma principal de lucha. Esto lleva, en la década de 1990, al aislamiento y la casi disolución de toda forma de organización política izquierdista. Es más, se llega a la identificación, en el sentido común popular, de toda forma de acción política con una posición de izquierda, desterrando, por lo tanto, cualquier proclividad a la lucha por reformas sociales y tomando a las mismas como una vuelta al pasado de crisis y desorden.
El proyecto revolucionario, que condujo a la mayor parte de la izquierda la mayor parte de su historia, fue indudablemente un proyecto autoritario y elitista, alejado de las posibilidades de participación ciudadana. Esto hizo que fuera un inquilino incómodo para la democracia y que no pudiera sobrevivir a la crisis de fines de la década de 1980, cuando millones de ciudadanos reclamaron un nuevo liderazgo político que tampoco pudieron encontrar en una izquierda que se parecía más a los partidos tradicionales que a fuerzas políticas de innovación y cambio.
Sin embargo, las consecuencias reformistas de la estrategia revolucionaria han dejado honda huella en el pueblo peruano. La izquierda todavía se identifica con la organización social independiente y con la lucha por los derechos sociales, la justicia distributiva y la participación democrática. Desde estas cenizas será preciso volver a partir para afirmar un proyecto de cambio social en democracia, por la vía de la movilización ciudadana que respete nuestra diversidad étnica y regional, y que lleve al consenso y las reformas. Todo depende de que asumamos verdaderamente las causas del fracaso y no repitamos los errores del caudillismo, el clientelismo y el corporativismo. De esta manera podremos concebir la nueva organización izquierdista como una comunidad democrática de ciudadanos que tenga como objetivo la refundación democrática del Perú, ampliando paso a paso pero de manera radical la democracia liberal-representativa.
Esta refundación democrática del Perú no se plasmará en un evento súbito ni será tampoco la invención de algunos líderes políticos. La refundación democrática será, por el contrario, un proceso participativo que deberá partir de la sociedad civil y de los poderes locales y regionales, para realizarse plenamente en el poder central, organizándolo y descentralizándolo. Así, la refundación democrática encontrará su vitalidad en una fuerza que venga de abajo, transformando en este proceso el conjunto del Estado. Esta refundación democrática, sin embargo, no tendrá sentido si no funda una nueva economía, que desarrolle un mercado inclusivo que propicie la inversión y el trabajo, garantizando tanto los derechos de propiedad del capital como los derechos sociales de los trabajadores, pero, sobre todo, terminando en el plazo más corto posible con la pobreza en que se encuentran sumidos la mayoría de los peruanos. Una refundación, asimismo, que afirme nuestro carácter de país pluricultural y multilingüe, que propicie y no ahogue la diversidad. Sólo de esta manera el desarrollo de mercado podrá convertirse en una base sólida para el desarrollo de la democracia.
Recogiendo de nuestras tradiciones y aprendiendo de nuestros errores es que los izquierdistas, sean nuestros orígenes marxista, cristiano, socialista, humanista o populista, podremos postular un nuevo Perú, donde no existan privilegios en la economía, la sociedad o la política que no provengan de la necesidad básica, el mérito propio o la voluntad popular.
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